El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
El siguiente paso de Stalin fue relativamente inesperado: deshacerse de Yagoda. En realidad, tuvo tres razones para hacerlo. La primera es que había criado a sus pechos a Yezhov, y ahora se sentía mucho más cómodo usando esa carta. La segunda es que Yagoda no dejaba de ser un viejo bolchevique más, con credenciales que se remontaban a 1907; es decir, uno más de ésos de los que se quería deshacer. Y la tercera era que Yagoda tenía un relativo nivel de dependencia respecto del Comité Central; un órgano que, en esos momentos, cuando menos formalmente todavía era superior al propio Stalin y, por lo tanto, podía arruinar sus planes. Yagoda era judío y, aunque había servido muy bien a Stalin, tenía sus propios contactos y vínculos con la oposición de derechas.
El 25 de septiembre, desde Sochi, Stalin envió un telegrama a Kaganovitch, Molotov y otros miembros del Politburo. Decía: “considero absolutamente necesario que el camarada Yezhov sea nombrado Comisario del Pueblo de Asuntos Internos. Yagoda se ha demostrado como incapaz de desenmascarar el bloque trotskista-zinozievista”. Nadie en el máximo órgano del Partido movió un dedo por Yagoda. Al día siguiente, se preparó el nombramiento de Yezhov, y el de Yagoda como comisario de comunicaciones; y el 27 se publicaron.
Yezhov procedió poco a poco. Leónidas Milhailovitch Zakovsky, cuñado de Stalin; Stanislav Frantsevitch Redens; y un tal A. A. Slutsky, del equipo de Yagoda, conservaron sus puestos. No así Prokofiev, que se fue con su jefe a Comunicaciones. A Molchanov, jefe del departamento de acciones secretas, lo sustituyó rápidamente por Milhal Petrovitch Frinovsky, hombre muy apreciado por Stalin. De hecho, Molchanov fue arrestado a principios de 1937. Como lo fue también Semyon Grigorievitch Firin, un coordinador de campos de trabajo al que Yagoda había encargado la construcción del canal del Mar Blanco.
Stalin y Yezhov seleccionaron a 300 miembros de la NKVD al servicio del Comité Central, y los enviaron como teóricos aprendices a diversos órganos del Partido, notablemente los territoriales. En realidad, su función fue, rápidamente, sustituir a los jefes existentes en sus destinos por ellos mismos. Estos hombres ya sólo respondían ante Stalin, que era lo que el secretario general buscaba: puentear al Comité Central.
Así reforzado, Stalin se sintió con capacidad de empezar lo que había iniciado con la investigación de Vitovit Putna: la purga militar. Aunque el Ejército Rojo todavía tenía algunos oficiales de vieja tradición, la mayoría eran militares criados por la Guerra Civil, unos diez años atrás. La mayoría, pues, eran oficiales en la cuarentena. La mayoría eran obedientes comunistas soviéticos, pero eso no les impedía tener criterios, sobre todo sobre materias militares y estratégicas. Tres de los altos jefes militares: Iona Emmanuilovitch Yakir, Yan Borisovitch Gamarnik y Peter Maximovitch Feldman, eran judíos. Pero no sólo ellos, sino la mayoría de los militares soviéticos era rabiosamente anti nazi.
Esto era un problema para Stalin. Ya hemos visto que el secretario general acunaba la idea de un acuerdo con Hitler (como finalmente firmó), y sabía que en el Ejército este pacto podría encontrar grandes resistencias. Además, estaba personalmente resentido con el considerado como jefe máximo, Tukhachevsky, por el colapso soviético en la guerra contra Polonia de 1920; colapso del que, en realidad, el principal responsable era el propio Stalin.
Después de la imputación de Putna y los arrestos de Primakov y Schmidt, Stalin tascó el freno con los militares, por miedo a estar yendo demasiado lejos. Además, el 17 de agosto, dos días después de comenzado el Juicio de los Dieciséis, un decreto establecía 1.500 condecoraciones para mandos militares; Stalin buscaba, claramente, mantenerlos contentos. Sin embargo, lo que realmente estaba haciendo era preparar lo que bautizó como “La organización militar trotskista anti soviética en el Ejército Rojo”. O, si lo preferís, la conspiración de Tukhachevsky.
El segundo gran juicio, que podríamos llamar el juicio de la conspiración militar, tendría lugar a principios de 1937, después de unas semanas que fueron las que necesitó Yezhov para “construir” el caso para Stalin. Especialmente valiosos para el trabajo policial fueron el general Primakov, quien como ya he contado fue arrestado casi al mismo tiempo que el Juicio de los Dieciséis; y Putna. Ambos habían tenido simpatías izquierdistas. Con éstos y otros detenidos se practicaron las peores técnicas de tortura.
Pero ya cruzaremos ese puente cuando lo tengamos a la vista. Quede dicho, pues, que los meses inmediatamente posteriores al juicio de los Dieciséis, Stalin puso a Yezhov a trabajar en la conspiración militar. Pero el tema llevaría su tiempo. Y, mientras tanto, pasaban otras cosas.
Inmediatamente después del Juicio de los Dieciséis, un hombre que había ganado muchos puntos ante Stalin gracias a un libro en el que describía el papel fundamental de Stalin en el comunismo transcaucasiano, Lavrentii Beria, anunció a bombo y platillo que se había descubierto en Armenia un grupo nacionalista-trotskista dirigido por el ex ministro de Educación de dicha república, Nersik Stepanyan, con la protección del máximo dirigente comunista local, Aghasi Kranchian, cuyo suicidio se hizo público en el mismo mes de julio del juicio. Inmediatamente tras terminar las sesiones, el viejo conocido de Stalin Yefim Yevdokimov, que había llegado ya a secretario del Comité Central del Partido en Cáucaso Septentrional, anunció la existencia en su ámbito de grupos terroristas. Las noticias, todas, apuntaban en la misma dirección: el Juicio de los Dieciséis no había sido suficiente.
Automáticamente, las conspiraciones trotskistas comenzaron a ser descubiertas en agencias y organismos soviéticos. En la Unión de Escritores, su secretario, Iván Marchenko, fue detenido por haber ayudado a la escritora (finalmente superviviente de las purgas) Galina Iosifovna Serebriakova. Serevriakova había estado casada con un bolchevique bien conocido, Grigory Yakovlevitch Sokolnikov, que había sido embajador en Londres y viceministro de Asuntos Exteriores, viceministro de la Industria de la Madera, y que en el XVII Congreso había sido elegido miembro candidato del Comité Central. Para colmo, en su primer matrimonio había estado casada con Leonid Serebriakov. Ambos cónyuges estaban en la lista hecha pública por Vyshinsky de personajes que iban a ser investigados.
El 26 de julio de 1936, Serevriakova estaba en una dacha vacacional, con su madre y sus dos hijas, muy cerca de Moscú. Todos esperaron a Sokolnikov para la cena; pero el marido no llegó. A las doce de la noche apareció un platoon de agentes de la NKVD que, sin dar explicaciones, bueno, en realidad, sin siquiera dar las buenas noches, registró la casa, y se marchó. De esta manera, Serevriakova supo que su marido había sido arrestado; pero no pudo relacionarlo con las investigaciones contra las conspiraciones terroristas, porque el Juicio de los Dieciséis todavía no había comenzado.
Al día siguiente, Serevriakova llamó a Marchenko; el secretario de la Unión de Escritores se limitó a asegurarle que creía firmemente en la fidelidad comunista del matrimonio. Sin embargo, para entonces el apartamento familiar en Moscú estaba sometido a vigilancia constante de la policía y el matrimonio, según Serevriakova, había perdido a todos sus amigos, que habían dejado de llamarles. El 5 de agosto, en su distrito municipal hubo una reunión del comité del Partido correspondiente; allí Serevriakova se vio aislada y fuertemente atacada. Los progresistas de la vida se agarraron al dato de que Sokolnikov tenía veinte años más que su mujer para concluir que aquél era un matrimonio de conveniencia (sic) cuya argamasa era la colaboración terrorista contrarrevolucionaria. El comité votó expulsarla del partido por eso que se lleva tanto ahora de negligencia in vigilando. Semanas después, Vladimir Petrovitch Stavsky, el sucesor de Marchenko en la Unión de Escritores, desempolvó un escrito de éste en el que había llamado a Serevriakova una “estajanovista de la literatura”, y lo acusó de lo mismo: de haber vigilado mal.
Luego llegó el juicio de agosto y su coda, en la que Vyshinsky hizo oficial que Sokolnikov iba a ser investigado. Entonces, Serevriakova recibió una llamada de Yakov Agranov, que tal vez recordéis que entonces era adjunto de Yagoda en la NKVD. Le anunciaron que iba a ser trasladada a la Lubianka. Una vez allí, estuvo cinco horas esperando hasta que Yagoda y Agranov la recibieron, con la adición, tras un rato, de Yezhov.
Aquella fue la primera de una serie de entrevistas de toda la noche de duración, en la que sobre todo Agranov conminaría continuamente a Serevriakova para que se salvase ella y salvase a su familia a base de “ganarse la confianza” de la NKVD. La confianza la conseguiría declarando que, el 10 de diciembre de 1934, había escuchado desde la puerta del despacho de su marido a éste hablando con el padre de ella de la organización del asesinato de Stalin. Agranov entonces cambió de táctica y trató de provocar a Serevriakova para que se suicidase; ésta, sin embargo, se negó, pero tuvo finalmente una crisis de nervios, y la ingresaron en un sanatorio mental.
Tras curarse en el sanatorio, Serevriakova fue trasladada a la prisión de Butyrka. Allí la desnudaron y la colocaron sola en una celda muy fría. Allí sufrió simulacros de violaciones y fue expuesta a los gritos desesperados de un hombre que ella creyó era su marido. Finalmente fue liberada, pero al llegar a su casa descubrió que su madre había sido llevada a la Lubianka, donde la habían presionado para que asimismo presionase a Sokolnikov para que participase como testigo del Estado en los juicios.
Otro que aparentemente recibió la promesa de una condena de cárcel sin ejecución fue Radek. Para ello, tenía que confesar que se había unido a Trotsky, Sokolnikov, Piatakov y Serevriakov en una conspiración contra el régimen. Radek, un hombre considerado por todos (entre ellos, Trotsky) como un revolucionario de escasa voluntad y, que se dice hoy, resiliencia, se esperaba que cediese pronto. Pero no lo hizo. Sin embargo, un día Stalin fue a la Lubianka y tuvo un encuentro particular con él; tras lo cual se convirtió en oro molido para la NKVD. Radek era escritor, sabía ficcionar; conocía bien a Stalin, así pues, no le costaba adivinar lo que deseaba oír; y, finalmente, era un experto en Alemania. Así pues, lo tenía todo para construir excelentes historias de conspiraciones trotskista-nazis contra el régimen soviético y, muy especialmente, su secretario general.
Otro eslabón de la cadena que Stalin se empeñó en romper fue Georgui, normalmente conocido como Yuri, Piatakov. Piatakov era bolchevique de primera hora (1910), lo había liderado todo en Ucrania, había sido parte de la oposición trotskista expulsada del Partido en 1927, pero que fue readmitida al año siguiente. Como carrera en el Partido y el gobierno, la suya no era ninguna coña: presidente del Gosplan, agregado comercial en París, director del banco central, adjunto de Ordzonikhidze en el Comisariado de Industria Pesada y, consiguientemente, principal responsable del desarrollo de dicha industria en el marco del primer Plan Quinquenal que, como sabemos, se diseñó básicamente para industrializar la URSS. Era uno de los dos “yogurines” que había señalado Lenin en su testamento (junto con Bukharin). De él había escrito el hombre que nunca se equivocaba: “un hombre sin duda distinguido por su voluntad y su habilidad, pero demasiado centrado en el flanco administrativo de las cosas como para asumir cuestiones políticas serias”. Porque Lenin, efectivamente, era de ésos que repugnaban un poco de la gente que sabía hacer su trabajo, y prefería a ese modelo de revolucionario, político a secas diríamos hoy, que no ha trabajado en su puta vida pero tiene la habilidad de “gestionar cuestiones políticas serias”; o sea, básicamente, gastarse el dinero de los demás en lo que le pueda granjear más votos.
Piatakov siempre hizo lo que Stalin reclamó en el marco de la política industrial. Sin embargo, como revolucionario de los primeros momentos que era, es decir de la cohorte de rusos y no rusos que había traído la revolución, básicamente, porque el proletario ruso tenía una vida de mierda bajo los zares, Piatakov era de esos lerdos que pensaban que el socialismo se tenía que notar en una elevación del nivel de vida del obrero y en la desaparición efectiva de las clases sociales. Esto, claro, lo hizo carne de oposición al estalinismo, pues a Stalin, como al comunista average, el bienestar de ésos por los que dice hacerlo todo le importa lo mismo que la cría de zanahorias azules en Ganímedes. Pues en el comunismo el tema va del vodka, y las putas.
El arrestro de Piatakov dejó chupetizado a su amigo Ordzonikhidze. Aparentemente, el miembro del Politburo, y hombre con un más que evidente peso frente a Stalin, consiguió del secretario general que al detenido se le ofreciese algo más que no ser ejecutado a cambio de su colaboración; a Piatakov, aparentemente, se le prometió poder seguir siendo útil para la economía soviética; seguir, pues, ocupando algún lugar en la administración económica, posiblemente industrial. Según algunos testimonios, se llegó a un acuerdo con él que no sólo incluía a su mujer, Yevguenia Bogdanovna Bosh, sino a su adjunto, Kolya Moskalev.
Stalin, sin embargo, es la persona en la Historia que mejor ha expresado la máxima de la ultraizquierda chilena en la época de Allende: “avanzar sin transar”. En octubre de 1936, Ordzonikhidze cumplía 50 años. Siguiendo la tradición soviética (que, de todas formas, se fue desplazando a edades mayores), la Prensa saludó la onomástica en términos encomiásticos; lo que al apelado le pudo parecer una señal de Stalin en el sentido de que seguían siendo colegas. Sin embargo, por aquel entonces Stalin hizo detener al hermano de Ordzonikhidze, Papulia. No sólo lo detuvo, sino que lo hizo, lógicamente, a través de la NKVD georgiana, pues vivía allí; esto significaba que el hombre acababa en manos de Beria. Beria había sido un protegido de Ordzonikhidze durante mucho tiempo; pero, como ya hemos visto, se habían ido distanciando. Aun así, el comunista georgiano seguía cultivando la amistad del segundo georgiano más poderoso de la URSS después de Stalin. Pocos días después del arresto de Papulia, Beria quiso equilibrar las cosas publicando un artículo encomiástico en Pravda que aprovechaba el cumpleaños de Ordzonikhidze. Éste, de hecho, contactó con Beria para que protegiese a su hermano más joven, Valiko. Valiko Ordzonikhidze, sin embargo, fue despedido de su trabajo en el Soviet georgiano, y expulsado del Partido. Ordzonikhidze, sin embargo, jugó la carta de Stalin, y el día de Navidad de 1936 Beria, suponemos que muy a su pesar, le escribió una nota informándole de que todo se había aclarado y que Valiko había recuperado su trabajo.
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